miércoles, 26 de diciembre de 2012

El guionista Aprendiz de Cursi


Escrito por el guionista colombiano recién mudado a Estados Unidos, Andrés Castro .

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El título no es del todo mío, me lo inspiró la charla de Alberto Barrera Tyszka , realizada en
Casa de las Américas, en Aspaña, terruño de quien a veces, por sana costumbre sub-renta este espacio.
Básicamente la charla trata de cómo las telenovelas han sido la educación sentimental de la mayoría de los latinoamericanos, cuyo aporte también construyó imaginarios en todo el planeta.
Si algo le ha legado Latinoamérica al mundo es su cultura popular: tangos, sambas, salsas y boleros, todos cantados y bailados de manera hilarante y con las emociones a flor de piel. Hasta su literatura más reconocida bebe de lo popular; aunque esto sonaría mejor de boca de don Jorge Luis Borges que de la mía. De ello hacen parte las telenovelas, el único aporte narrativo propio que le hemos heredado a la historia de este planeta.
Vine a México hace años a hacer un curso de guión cinematográfico pensando en que podría volverme escritor de telenovelas y al terminar seguí pensando lo mismo. Y quizá sea porque aún no he escrito la primera y mi ilusión perdura.
La hegemonía del cine como producto cultural de alto nivel nunca me trasnochó y suscribo la frase que dice que no todo el cine es bueno ni toda la tv. es basura. No puedo pensar distinto porque, en un hogar donde llegabas a las 2 de la tarde después del colegio y no encontrabas a nadie, la mejor compañía eran, en su momento, Carasucia, Baila conmigo o Pasionaria.
¿Qué culpa? No vivía entre libros, ni mis padres eran fans de los Rolling Stone, Pink Floyd o Chopin; quizá lo más cercano a un criterio cultural era la gastronomía de mi mamá, pero incluso eso seguía teniendo su sesgo de marginalidad. 
Como estudiante de bachillerato sufría del mismo mal que muchas amas de casa. Solo, en una casa casi sin amoblar, llegaba a prender la televisión, le subía el volumen y mientras calentaba mi almuerzo-comida esperaba los gritos o los acordes dramáticos y veía cómo el personaje de Bruno seducía con más que engaños a la guapísima pero ingenua Pili, en papel de Bibi Gaytan (tiempos en que Televisa se daba el lujo de que los escritores “ensuciaran” a la heroína al perder la virginidad con el villano).
En los ochentas en Colombia no existía más que una cadena de televisión, y era suficiente para que las producciones fueran de gran calidad. Recuerdo que llegué a leer mi primera novela literaria, sin entender mucho, después de que Armando Gutiérrez interpretara a Arturo Cova en La Vorágine, de José Eustasio Rivera, adaptada y dirigida por Lisandro Duque.
Otras adaptaciones que recuerdo fueron La casa de las  dos palmas: en la sinopsis de Wikipedia se lee: 
Incesto, esposas abusadas, dementes, excomuniones, fantasmas, leprosos y todo tipo de crímenes tienen lugar en Balandú en sus primeros cuarenta años de vida. 
...de Manuel Mejía Vallejo y adaptada por Martha Bossio; La rebelión de las ratas, de Fernando Soto Aparicio, sobre la miseria de los mineros; La mala hierba, de Juan Gossain, telenovela que en el 82 ya retrataba a los traficantes de marihuana; La tía Julia y el escribidor (sí, la divertidísima novela de Vargas Llosa de cuando no era tan petulante). Pero sigo siendo el rey y el Gallito Ramírez (historias del escritor David Sánchez Juliao), La otra raya del tigre, y así muchas otras telenovelas en las que no pararía de señalar la relación que tenían las telenovelas colombianas con la literatura y su realización hecha por directores que sin trabajo en el cine encontraban espacio creativo en la televisión (esto todavía perdura).
Es cierto, la producción era una miseria, pero no era pobre televisión pobre. Las historias eran ricas, no estandarizaban heroínas ni los valores, ni era un único relato de conflicto de clases, ni un solo espacio (sin foros, había que salir a grabar a las calles, la selva o los pueblos); el realismo no era imposición y había espacio para la fantasía o los imaginarios históricos; la variedad de relatos era amplia porque, además y como han demostrado con éxito las series americanas, los capítulos se emitían semanalmente dando espacio para trabajos menos apresurados que cuando se trabaja con emisiones diarias y, no estoy seguro, con un aproximado de seis telenovelas a la semana.

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No crecí idolatrando las telenovelas, pero por lo menos no menospreciándolas. El género no tiene la culpa. Las novelas de vampiros no pueden ser condenadas porque la saga de crepúsculo se escriba a las patadas; o quién juzgaría la literatura erótica basado en la calidad de la serie 50 Shades of Grey.
Las telenovelas son un formato que soportan cualquier género; le impera el melodrama, pero incluso el melodrama tiene mil y una forma de exposición grata. Soporta comedias, tragicomedias, piezas, etc., y quizá su problema más grande ha sido la uniformidad impuesta desde Venezuela, cuando tenían músculo televisivo, y desde México, especialmente con Televisa.
Considero que es cierto cuando Jodorowsky señala que Televisa ha venido cometiendo impunemente un crimen cultural. Pero esa responsabilidad no debe caer sobre una forma de expresión que ha explotado y explorado dentro del cursi corazón latinoamericano. La telenovelas no tienen la culpa, los directivos que sólo piensan en lucrarse sin arriesgar y pensando que el espectador tiene deficiencias mentales, sí.
Por otro lado, se acusa a las telenovelas de cargar con valores que crean y multiplican la pobreza que vive el pueblo latinoamericano. Eso no es más falso que el hecho de que cada uno, nuestra individualidad, ese tesorito de oropel moderno, es un aparato más de la ideología que el poder quiere preservar. Siempre es tan fácil señalar  y tan difícil mirar hacia cada uno de nosotros. Realmente son muchos los que creen que su actuar personal produce efectos distintos al efecto que generan las telenovelas por el sólo hecho de criticar. Pues no.
Ya Foucault señaló de manera precisa cómo el poder se instaló en los cuerpos construyendo verdades y rituales de realidad, es decir, nosotros construimos los rituales cotidianos y detallados del funcionamiento del poder. Súmele que somos consumidores a más no poder. Sin embargo, es más fácil ensañarse con una historia de 159 capítulos de media hora que cuenta la historia de una pareja de enamorados que durante ese tiempo están separados y al capítulo 160 se juntan… por nombrar una, la más reconocida, de las distintas formas en que creo que puede ser posible la telenovela.
¿Por qué una tanda de telenovelas tiene más culpa de nuestras circunstancias que nuestra imposibilidad de cambiar al mundo? Así como hay de sujetos a sujetos, hay de telenovelas a telenovelas…
Así como hay quienes creen que por comprar orgánico hacen bien al mundo, hay escritores y productores que creen que por contar cierto tipo de relatos aportarán a una mejor sociedad.
Insisto en que no hay que atribuirle ningún don o contra-don especial a las herramientas, la telenovela como narrativa, que se han puesto en nuestras manos.

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Señalaría que las telenovela son, ahora menos que antes, de esos pequeños espacios donde el escritor tiene cierto poder. Ese poder que no tienen y del que se quejan los guionistas de cine; los productores de televisión saben, aunque no lo reconozcan a todo pulmón, que sin escritor no hay nada. Es por eso que no es gratuito que en EEUU los creadores sean productores ejecutivos.También es un lugar donde el escritor se puede lucrar de manera generosa y, si tiene el músculo suficiente, generar las condiciones necesarias para llevar acabo su anhelado sueño literario, como lo han logrado el mismo Alberto Barrera, (de quien recomiendo su cuento El caza interceptor de Dellia Fiallo, sobre un semiótico que quería descubrir los secretos de la famosa escritora de culebrones), Enrique Serna, el maestro CCCero Sergio Schmucler, entre otros… Con esa intuición me entusiasmé a querer ser un aprendiz de cursi y después de haber estudiado para eso me sigue entusiasmando la idea.
Alguna vez me tocó ver a un productor, hijo de un famosos cineasta de la Época de Oro, escupir con todo el rencor que le cabía entre pecho y espalda que el tiempo de los escritores “todopoderosos” en Televisa se había acabado. 
 Había pagado casi 40 mil pesos por un curso en petit comité, de tres días, dictado por Guillermo Arriaga. Con eso quería legitimar el control creativo que quería imponer sobre la telenovela que en ese momento yo estaba asistiendo como joven escritor. Sus palabras fueron la prueba fehaciente de su miedo como productor hacia el escritor. Complejo que se reflejaba en su ambición de ganar dinero, con lo cual no podemos competir los escritores, y en las capacidades –o incapacidades– creativas que en evidencia le salían a relucir.
En lo creativo, se supone, los escritores damos palo y seco a los productores, eso es lo mínimo –y qué mínimo– con lo que debemos cumplir. Quizá esa sea nuestra principal trinchera; podrán vapulearnos como quieran, pero la creatividad la aportamos nosotros, es el capital con el cual se podrá medir nuestra riqueza, y si nos quieren imponer circunstancias en la narrativa, tenemos la obligación y la capacidad de voltearlas, de imponer las medidas necesarias a nuestro gusto, así los demás crean que hacemos lo que nos da la gana, para afinar la historia que queremos contar.

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Con fortuna, casi recién aterrizado del Aeropuerto Benito Juárez, llegué donde una escritora de telenovelas que ya había coordinado equipos en México, Miami y en Colombia. Era de mi pueblo, pero llevaba casi 30 años en México, más de la mitad de su vida, tiempo suficiente para asumirse mexicana. Había participado del escritorio cinematográfico que a finales de los ochenta había creado García Márquez y del que salieron varios libros sobre la escritura de guiones–hoy en día de dudosa reputación entre la diversidad de manuales que existen. Igual que otros escritores de televisión, también había escrito poemas y teatro, pero se quedó en la televisión. Lo primero que me preguntó cuándo hablamos sobre el mundo de las telenovelas fue “¿Qué es lo más importante para un escritor de televisión?”. A lo que ingenuamente contesté: “una buena silla“.
Aún sigo pensando que una buena silla es importante para un escritor. Sin embargo, ella se señaló la cabeza y me dijo: la memoria. Creo que allí ha estado el eje más importante del aprendizaje que he llevado a su lado. La memoria cómo ese artefacto que no debe dejarte perder las líneas dramáticas, los nombres de los personajes, de las locaciones y del relato a través de 160 capítulos. Pero también la memoria como ese activador de los sentimientos, de las emociones, de los olores, de las experiencias propias en trasunto de los personajes.
Saber de dónde viene y que con eso se proyecte el personaje ha sido de esos elementos estructurales del guión que son demasiado abstractos para desarrollar en un manual. Ante mis preguntas teóricas sobre las historias en las que le he acompañado, siempre me pide que conecte mi inconsciente, mi plexo solar, con lo racional, y luego mueve la mano señalando del vientre a la cabeza. La memoria es la manera cómo nos relacionamos con el mundo, cómo establecemos nuestras coordenadas biológicas, racionales, irracionales y emocionales.
La telenovela, como casi toda la literatura, tiene la tarea de encender su fuego. Un poco la cacareada catarsis sólo es posible cuando el escritor pasa la estafeta del fuego de las emociones que ha creado al espectador, quien ilumina su memoria y se quema en sus propias ideas románticas e ideológicas, en su idea del sufrimiento y la felicidad, de la pobreza y la riqueza, del amor y el desamor. La típica telenovela lo hace con la exacerbación de los sentimientos, de su construcción y explotación de lo cursi; si ha tenido tanto éxito masivo es porque lo cursi es un hecho propio de nuestra humanidad.
Muchos también la acusan de ser un género fácil de escribir. Itati Cantoral ha diseminado la idea de que una telenovela se resume en una mujer que separa a dos chavos gritando
¡¡¡Qué haces besando a la lisiada!!! .
Cuando le dices a alguien que quieres escribir telenovelas, saca el vademécum de frases (y con toda razón): “Carlos Manuel es… ¡Es tu hermano!”. La realidad es que mantener pegado al público a una historia durante tantos capítulos no es muy sencillo que digamos. ¿Algún ortodoxo guionista cinematográfico se le quisiera medir a semejante tarea? Si ya poder hacerlo durante 1 hora y 45 minutos es una de las cosas más difíciles para llevar a cabo, piénsese entonces en el pulso hipnótico del escritor de una buena telenovela. Hay excelentes casos y creo que eso es de admirar (Café, con aroma de mujer y Yo soy Betty la fea  tienen 170 capítulos).
Hoy en día la telenovela se está replanteando, por lo menos en fronteras más allá de la televisora de San Ángel. Se piensa más como teleserie de 60 capítulos, de una hora, con tratamientos narrativos más audaces y, por supuesto, evitando lo cursi. Aunque hay una pareja de amor, ese no es el principal conflicto. 
En Colombia andan entre los biopics de personajes públicos (cantantes, boxeadores) e historias de problemas sociales con preponderancia en el narcotráfico (parece que ya hay un cansancio en el tema, aunque el rating de Escobar, el patrón del mal diga lo contrario). Supongo que como formato es un intermedio entre la serie americana y la telenovela, formato que aún así sigue generando altos dividendos que hacen a la telenovela la reina de la televisión.Y aunque no soy pro-monárquico, haciendo honor a mi educación sentimental y televisiva, quizá también pensando con la panza, exclamaría:
“¡Larga vida a la reina Telenovela!”.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo soy bien seguidora de las novelas aunque me dé vergüenza decirlo. Y me da vergüenza porque trabajo dando clases de guión en una escuela de cine...

Anónimo dijo...

Muy interesante, paisano-colega. En efecto, las telenovelas colombianas de los setenta a los noventa, en su mayoría, son bastante buenas y son parte de la memoria colectiva. Yo diría que la culpa de la mala fama la tienen las mexicanas y las venezolanas, porque las brasileras y las argentinas también han sido o fueron muy buenas durante mucho tiempo. Yo recuerdo Azúcar, que cuenta una historia de por allá de tu tierra, y La Casa de las dos Palmas. Café sin duda es un hitazo. Fue un gran acierto el que hicieran adaptaciones de obras literarias... Para mí el asunto es que cuando uno se mete en el cine, todo eso queda en segundo plano... porque es que el cine es el cine... Pero si alguien en Colombia tuviera tres dedos de frente y sacara en DVD las viejas telenovelas, seguro me haría de muchas... Aunque hace poco escuché que los muy idiotas del archivo de los canales en ese entonces grabaron muchas estupideces encima de ese material y mucho de ello se perdió para siempre...

Unknown dijo...

Uy, cómo así, eso no lo sabía. Aunque aguardo la esperanza de que en algún momento salgan los DVD´s como ya se hizo con Escalona.
Azúcar es una maravilla dirigida por Mayolo y creo que co-diseñada con Sandro Romero, donde el protagonista era negro, en un país racista como Colombia marcó un precedente.
La verdad es que se me quedan muchos títulos que se que se recuerda con mucho aprecio y al que el televidente común y corriente no le queda de otra que decir que son telenovelas, aunque sean bien distintas a los paradigmas del género.
Y creo que es cierto, hay muchos escritores, académicos, artistas, etc., que tienen un placer culposo con algunas telenovelas, a todos ellos los invito a salir del closet, jajajaja :P

Anónimo dijo...

La factoría Televisa es la peor, mocha, mocha. Cuánto daño hizo y hace Televisa a la cultura no sólo mexicana, como bien apunta el artículo, sino a la cultura latinoamericana en general. Sin importar que sea un monstruo mediático. El negocio de las drogas o las armas también son negocios monstruosos a nivel del volumen de dinero que manejan y del daño que hacen.

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